Opinión publicada en Diario El Universo
Por Alfonso Reece
Hay tres opciones: ser inteligente, ser honrado o ser partidario del Gobierno. De ellas solo se puede elegir dos, de manera que se puede ser partidario del Gobierno y honrado, pero no inteligente; se puede ser partidario del Gobierno e inteligente, pero no honrado; y se puede ser honrado e inteligente, pero no partidario del Gobierno. Este simpático juego conceptual lo publicó el semanario satírico Simplicissimus en los días de la Alemania nazi, pero me ha vuelto a la memoria con las reflexiones suscitadas por el libro Stalin y los verdugos, de Donald Rayfield.
Toda esta materia surge de la pregunta: ¿cómo es posible el horror del autoritarismo, la dictadura y la tiranía? Es evidente que los autócratas no actúan solos, hay personas que colaboran con ellos; ¿quiénes pueden ser cómplices de su arbitrariedad y su alevosía? Son diversas clases de personas y las hay de varias especies. Aquí sirve el retruécano de Simplicissimus, para ensayar una descripción inicial: hay los que llegan a serlo por tontos y los que lo serán por sinvergüenzas.
No quisiéramos hacer una burda clasificación sin matices. Tenemos, por ejemplo, a los fanáticos de ciertas ideas, quienes ven en su patrón la encarnación de sus ideas. Con frecuencia se trata de personas inteligentes, pero entontecidas por la intolerancia y la obcecación. Son muy peligrosas, entre otras razones, porque se les considera “idealistas”. Tenemos a los vanidosos, que por aparecer junto al astro rey y reflejar en algo su poder, son capaces de cualquier vileza. Pero vemos que, en uno y otro caso, en el fondo encontramos al tonto y al pícaro, no siendo raros los individuos que disfrutan de ambas condiciones.
El miedo puede ser una explicación. Es una pasión entendible y humana, pero puede justificar la huida y hasta el silencio, los que van más allá de eso ya no tienen justificación, se están pasando de listos… o de tontos. Porque en algo que vendrían a coincidir Simplicissimus y Donald Rayfield es en que los autócratas procuran no rodearse de gente demasiado inteligente.
Hay un maravilloso tratado de la ética de los samuráis, es el Hagakure, escrito por Yamamoto Tsunetomo en el siglo XVIII. En él su autor cuenta que cuando cumplió la edad reglamentaria para ser un samurái, se hizo el moño usual, se puso el quimono, se colocó las dos espadas que exigía la tradición y se consideró listo para ir a presentarse al daimyo, el señor principal. Pero alguien en su familia lo detuvo y dijo: “este joven no puede presentarse así, su rostro refleja demasiada inteligencia y no hay nada que odie más un hombre poderoso que un rostro inteligente”. De manera que el joven Yamamoto se quedó un año más en casa aprendiendo a poner un rostro inexpresivo. Pero, bueno, el caso es que esta historia confirma en el fondo lo expresado en las dos citas anteriores, y nos advierte que para ser auxiliar de un déspota no solo no hay que ser inteligente, sino además no parecerlo. ¡Y vaya que hay algunos que se esfuerzan!
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