La mayor ambición con el retorno a la democracia era que, poco a poco, se vaya sedimentando la institucionalidad y se construya un Estado en que, por sobre todo, impere la ley. En ese proceso pocas fueron las mentes lúcidas que alertaron sobre el demonio que corre el riesgo de engendrar un sistema de libertades: la demagogia. A partir del arranque de la recuperación democrática, el primer gobierno que se estrenó hizo gala de ese proceder y, en una decisión absolutamente antitécnica, dispuso un aumento salarial que, años después, pasó la factura a toda la economía hasta desembocar en las crisis que consumieron dos décadas enteras que terminaron identificándose como ‘perdidas’. Mientras los países de la región avanzaban con reformas necesarias para impulsar su economía aquí permanecíamos estancados, en el mejor de los casos, no dictaban leyes y dejaban intocadas normas llenas de prebendas y beneficios que favorecían a reducidos segmentos de la nación en perjuicio del resto de ciudadanos.
La forma más expedita para inmovilizar al país ha sido la permanente amenaza de grupos de activistas que, a través de la bulla, los paros, los levantamientos, han sabido neutralizar a gobiernos timoratos que poco o nada les ha importado la suerte de la nación, preocupándose solo de permanecer en sus cargos y gozar de sus pasajeros privilegios. Esa ha sido la norma; y, con estupor, podemos observar cómo el país se sigue hundiendo en un marasmo del que cada vez se hace más difícil rescatarlo pues, lo que abunda son los conflictos irresueltos en vez de la ejecución de acciones que nos indiquen que por fin queremos abandonar el subdesarrollo.
Como parte de esa estrategia perversa, los activistas han logrado neutralizar el Derecho y la justicia. No importa que las causas sean justas, lo que prevalece es que sean populares, que den réditos políticos, que permitan el control ad infinitum de los estamentos públicos, para desde allí continuar dominando a sus adversarios con los recursos de todos los ecuatorianos. A nadie le preocupa la existencia de razones jurídicas, sólo les importa salir en los medios para repetir sus mentiras que los incautos las adoptan como dogmas de fe, ávidos de aferrarse a cualquier estribillo que les satisfaga en su superficialidad, sin detenerse a pensar con mayor profundidad las consecuencias irreparables que las acciones demagógicas acarrean, más tarde o más temprano, a sus vidas.
En esa vorágine, no existe espacio para la razón. Si alguien se atreve a ir contracorriente no faltan los agitadores de las turbas que se aprestan a señalarlo como traidor o antipatria. Quizás, reflexionando sobre estos asuntos, más vale recibir los vilipendios de esta horda de bárbaros antes que permanecer impávidos frente a la destrucción de la nación en manos de sujetos a quienes nunca les ha interesado construir un futuro promisorio sino que, en su estrecha visión, se solazan como si hubiesen tocado el cielo, cuando en la realidad tan solo son los protagonistas de una comedia en la que se hallan en disputa las migajas de un país en jirones. Pobres de ellos con su aldeana cosmovisión.
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