Por Walter Williams
El consejero más próximo al presidente Franklin D. Roosevelt y arquitecto del New Deal, Harry Hopkins, aconsejaba "Cobre y cobre impuestos, gaste y gaste, elija y elija, porque la gente es demasiado idiota como para entender la diferencia". El profesor Bryan Caplan, colega mío en la Universidad George Mason, arroja cierta luz sobre la observación de Hopkins en su nuevo libro, El mito del votante racional: por qué las democracias eligen malas políticas. Eso sí, Caplan es mucho más generoso que Hopkins. En su lugar, dice que la gente tiene ciertos prejuicios económicos, varios de los cuales discute.
El primero es el prejuicio antimercado, que consiste en la incapacidad de creer que sean las fuerzas del mercado determinan los precios. Hay muchos que están seguros de que los precios dependen de las intenciones y malas artes de los jefes de las empresas. Si un director ejecutivo se despierta en plan avaricioso, subirá los precios. También están seguros de que los beneficios son regalos inmerecidos. No ven que, al menos en los mercados abiertos, los beneficios son incentivos para que las empresas satisfagan a los clientes, encuentren los métodos de producción menos caros y reasignen los recursos de usos menos valorados a usos que lo son más.
Después está el prejuicio a favor del empleo per se, debido al cual muchos creen que es mejor emplear más mano de obra que ahorrar toda la que se pueda. La modernización, así como la deslocalización laboral, deja en la calle a algunas personas. Caplan nos recuerda que, en el 1800, alimentar a la nación requería que 95 de cada 100 norteamericanos trabajaran en granjas. En el 1900, se necesitaba a 40. Hoy sólo hacen falta 3. Los empleados que ya no son necesarios para cultivar pasan a estar disponibles para construir casas, coches, productos farmacéuticos, ordenadores y miles de bienes más. Caplan no llega a formularlo explícitamente, pero la deslocalización, al igual que la innovación tecnológica, también libera mano de obra para producir también otras cosas.
Después está el prejuicio contra la producción extranjera. Caplan explica que hay dos métodos para que los norteamericanos tengan coches. Uno es meter un puñado de trabajadores en fábricas de Detroit. Otro es cultivar un montón de trigo en Iowa. Usted cosecha el trigo, lo carga en barcos que navegan por el Océano Pacífico hacia el oeste y, unos cuantos meses más tarde, los barcos regresan cargados hasta arriba de Toyotas. Tendríamos coches como si los hubiéramos fabricado nosotros. En otras palabras, el intercambio es un método alternativo de producción.
Añadido a este prejuicio xenófobo se encuentra la falacia del equilibrio comercial. Caplan dice que nadie pierde el sueño ante la posibilidad de que haya o no un equilibrio comercial entre California y Nevada, o entre iTunes y uno mismo. Los miedos al desequilibrio aparecen sólo cuando hay implicado otro país. La falacia consiste en no tratar todas las compras como coste, sino sólo las que se hacen al exterior. Pero aquí podría haber también otro prejuicio implicado. Caplan informa de que, según una encuesta, al 28% de los norteamericanos les desagrada Japón, pero sólo al 8% no le gustaba Gran Bretaña y a un escaso 3% Canadá.
La gente tiene un prejuicio pesimista cuando creen que las condiciones económicas no son tan buenas como realmente son y que las cosas van de mal en peor. Este es el mensaje de los agoreros, pero la realidad es muy distinta. Según cualquier medida que se tome del bienestar, los norteamericanos de principios de este siglo están en mejores condiciones que los norteamericanos de comienzos del siglo pasado. Las perennes predicciones apocalípticas sobre el agotamiento de los recursos, la superpoblación y la calidad medioambiental son exageradas y habitualmente contrarias a la realidad. Predicar el apocalipsis ha resultado muy lucrativo para la clase política. Lo utiliza para obtener más poder y control.
Publicado en Libertad Digital
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