Los resultados que arrojan las investigaciones sobre la calidad de la educación nos llenan de pesimismo. Un reporte publicado hace tres años en una revista informaba las conclusiones de estas investigaciones hechas por un organismo de las Naciones Unidas sobre el nivel de conocimientos de los estudiantes de escuelas fiscales ecuatorianas: ¡Dos y hasta tres años de atraso contra el estándar, dependiendo de la materia! Esto se debe a los vicios que tiene el sistema, entre otros, los siguientes: partidas presupuestarias inflexibles, profesores públicos intocables so pena de que las piedras lluevan de inmediato, sindicatos totalmente politizados monopolizando la educación, falta de evaluaciones de desempeño y programas de preparación para estos docentes… Esto redunda en profesores mal preparados, sin la preocupación de perder su trabajo si sus resultados son pobres, por lo que no existe motivación para mejorar y esforzarse. Además, son tan bajos los sueldos y malas las condiciones de trabajo de los profesores públicos que, difícilmente, profesionales más capacitados buscarán estos puestos. Para complicar las cosas aún más, la infraestructura pública es deplorable. El Gobierno pasa demasiado ocupado jugando a ser empresario o pagando burócratas de instituciones inútiles como los del Conam o del Banco Central, como para invertir en mejorar escuelas y colegios fiscales.
¿Cómo hacemos entonces para poder elevar la competitividad de nuestro régimen educativo, para introducir competencia en el sistema de educación pública, sin necesariamente gastar mucho más y sin que los tirapiedras nos acusen de privatizadores?
Considero que de una sola manera, creando un voucher educativo que transfiera todo el poder del profesor, el prestador de servicio, hacia el padre de familia, es decir, el cliente. El sistema trabajaría así: El Gobierno emitiría un voucher anual a cada padre con un nivel de ingresos menor a un techo predeterminado, por un valor exactamente igual al que hoy el Gobierno gasta en educación per cápita al año. Este voucher lo usaría el padre para entregarlo a la escuela fiscal a la que su hijo asiste, a modo de pago. Las transferencias directas de recursos del Estado a las instituciones educativas públicas se sustituirían por este mecanismo. Ahora bien, si dicho padre de familia quiere usar ese voucher en un colegio privado cuyo costo es, por ejemplo, 20 dólares al mes superior al valor del voucher, entonces podría pagar dicha institución privada con el voucher y la diferencia en efectivo. Como es obvio, la institución privada debería poder descontar el 100% del valor del voucher en cualquier banco del país. Así, las escuelas fiscales más ineficientes se irán quedando sin alumnos, y por ende, sin recursos económicos. Florecerían las escuelas fiscales eficientes con educación de excelencia, así como los colegios y escuelas privadas enfocadas al segmento medio y medio bajo. Este es el cómo. Otro problema es el quién. Debería hacerlo el gobierno local, solicitando la competencia de educación e implementando un plan como el descrito para elevar la competitividad del sector. Guayas tiene casi tres años menos de escolaridad que Pichincha, y casi el 30% menos de escuelas fiscales y profesores. ¿Cómo competir con esta desventaja?
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