Por Fabián Corral B.
Alguien escribió que “lo étnico está acabando con lo ético”. La afirmación irracional de las ‘culturas’, la imposición política del vago concepto de ‘pueblos’ y sus derechos y la reivindicación de prácticas de todo tipo en nombre de la identidad, están enfrentando a la naturaleza del hombre -fuente de su dignidad- con la ‘tiranía de lo antiguo’. Están devaluando el concepto de persona en beneficio de la inhumanidad escondida en la adoración a fetiches tribales.
Prácticas crueles y castigos denigrantes se justifican y toleran en nombre de la identidad y de un vago derecho consuetudinario, cuyas raíces autóctonas son dudosas por el origen mestizo de las sociedades. Prospera la teoría de que lo ético debe someterse a los dictámenes de lo étnico, que el individuo no interesa sino como parte de un 'pueblo'. Que los derechos no nacen de la condición de los individuos sino de su dependencia de la colectividad, mejor si tiene connotaciones raciales. Que la condición humana debe sacrificarse y someterse a la necesidad de supervivencia de una 'cultura'. Parecería que el hombre no lo es sino como apéndice de una historia inventada bajo inspiraciones ideológicas.
Ya no es, pues, importante la libertad, sino la adhesión a un dictamen colectivo. La libertad es peligrosa porque puede promover cuestionamientos a los tabúes en que vive anclada la sociedad tribal. La pertenencia a una ‘cultura’ es lo esencial y, en nombre de ella, se pueden limitar derechos de todo orden y crear poderes absolutos. La justicia se aleja de la equidad y se carga de sociología.
¿Es tan sagrada la cultura?, ¿puede la condición humana limitarse para conservar identidades, preservar prácticas viejas y transformar a la nostalgia de la edad de oro en el factor esencial de la sociedad? ¿Es legítimo que la antropología condene al atraso a la comunidad? El hecho es que una especie de ideología tribal y retrógrada, que mira hacia el pasado y condena el futuro, domina ahora al mundo. El argumento central de ese pensamiento, que prospera en la política y la academia, es la ‘sacralidad de la identidad’, que reemplaza a la sacralidad del individuo.
Los nacionalismos pertenecen a esa lógica que superpone la cultura, la nación y la patria a las personas. Esos conceptos que suscitan adhesiones casi religiosas causan la uniformación de lo humano, la adecuación a moldes. Y generan intolerancia bajo la idea de que lo fundamental es el derecho a exaltar al ser histórico y nacional y a imponerlo incluso a los disidentes. Tras de esto hay una falsa ‘moral de identidades’, una consigna totalitaria inspirada en aquello de que quien no se une a la marcha, quien no canta el himno, no es hombre con derechos o es, al menos, sospechoso de traición. Nace así lo que Voltaire llamaba ‘el derecho a la intolerancia absurda y bárbara’. En este mundo de globalidades empieza a ser verdad eso de que lo ‘étnico está acabando con lo ético’. Basta mirar los conflictos del mundo y la afirmación de nacionalismos , de concepciones étnicas y de visiones que rescatan tradiciones y razas con una intolerancia nueva. Los ‘ismos’ están en boga. Pero el comunitarismo y el nacionalismo llevan la bandera y esgrimen la batuta de los cánticos. ¿Marcharemos, otra vez, ‘cara al sol’?
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